Rosa N. H.
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Soy Rosa Nieto, y me gustaría compartir mi experiencia con la Residencia “Aura Sorihuela”, el hogar de mi madre, Gregoria, en los últimos años.
Con 90 años la demencia empezó a causar estragos en ella y en toda la familia, esa maldita enfermedad que, sin darte cuenta, va fundiendo a negro los recuerdos de una vida. Su conducta cambió por completo, estaba nerviosa y desorientada, dejó de conocernos, no comía, no dormía y la medicación le producía alucinaciones. Así que, superados por la situación, decidimos contar con la ayuda de profesionales que supieran gestionarla mejor que nosotros.
Aquel día fue uno de los más duros de mi vida; el sentimiento de culpa y el peso de mi conciencia me sumieron en una profunda tristeza, quizás por los mitos que hay en torno a las residencias de ancianos, o, tal vez, porque nos han inculcado unos valores que nos hacen sentir que estamos abandonando a nuestros mayores si no los cuidamos nosotros mismos. Pero el tiempo me ha demostrado que no son el enemigo, ellos reman en nuestro mismo barco y todos perseguimos el mismo objetivo: procurar a nuestros mayores los cuidados que necesitan e intentar que tengan la máxima calidad de vida en su última etapa.
Hace unos meses, la salud de mi madre empeoró y decidimos que queríamos estar con ella. Ahí empezó mi proceso de sanación, porque tuvimos la oportunidad de comprobar, durante una semana, las 24 horas del día, el funcionamiento del centro y el comportamiento de los trabajadores.
Hemos visto cómo cuidan la limpieza de las instalaciones, así como la higiene de los residentes, que es diaria y escrupulosa. Nos ha sorprendido la calidad de la comida casera, las enormes raciones que les sirven y la frecuencia con la que comen. Además, he comprobado en primera persona la voluntad que ponen las auxiliares para que los abuelos no se queden sin comer. En el caso de mi madre, me emocionó ver cómo la auxiliar probaba el puré antes de dárselo por si quemaba demasiado. Esos son los detalles que marcan la diferencia.
Sé que es imprescindible una buena gestión para que un centro de esas características funcione bien, pero los que merecen realmente el mérito son los trabajadores que están a pie de obra lidiando con un gran número de residentes, cada uno con un diagnóstico diferente. Es increíble lo bien que los conocen a todos; saben cómo calmarlos, cómo animarlos, los escuchan, les hablan, bromean con ellos y les ofrecen la libertad de campar a sus anchas por todas las instalaciones como si estuvieran en su casa, limitando el acceso únicamente a las dependencias en las puedan correr algún peligro.
En nuestro caso, se desvivieron por hacernos sentir cómodos en todo momento. Nos ofrecieron la comida y la cena, y nunca nos faltó un tentempié para que no tuviéramos que preocuparnos de nada. Respetaron nuestra intimidad acomodándonos en una habitación individual, atendieron nuestras preguntas y resolvieron nuestras dudas con cariño, comprensión y con la paciencia del Santo Job. Siempre recibimos ese trato cercano y amable que caracteriza a la gente de los pueblos, personas sencillas y buenas con una enorme grandeza de corazón.
Desconozco cómo funcionarán otras residencias, por eso no me atrevo a generalizar, pero es de justicia que hoy rompa una lanza a favor de todos los empleados de Aura Sorihuela, que es la residencia que conozco y de la que puedo hablar sin temor a equivocarme.
Por eso, me gustaría hacer un guiño a todo el personal, aunque omitiré los nombres para no dejarme ninguno en el tintero. En mi nombre y en el de toda mi familia, recibid nuestro respeto, nuestra admiración y una eterna gratitud por vuestra magnífica labor y por la vocación impagable con la que hacéis vuestro trabajo.
A las recepcionistas, cocineras, limpiadoras, trabajadoras sociales, psicóloga, psiquiatra, médico, personal de administración, al equipo directivo, y, por supuesto, a las auxiliares y enfermeras, enhorabuena por vuestra profesionalidad, pero, ante todo, muchísimas gracias por vuestra calidad humana y por los abrazos tan reconfortantes que dais.